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lunes, 1 de diciembre de 2025

Miradas ético-políticas de la academia y censura institucional

 



Miradas ético-políticas de la academia y censura institucional

Alvaro Arostegui[1]

En estos tiempos electorales vuelve a emerger un asunto no menor en las universidades: hasta dónde pueden expresarse libremente las ideas y miradas desde la academia. Hablar de la libertad académica en los espacios universitarios parece, a simple vista, una afirmación obvia. Sin embargo, dentro de las paredes de las propias instituciones, esta libertad se enfrenta a límites velados que moldean qué discursos son aceptables y cuáles deben silenciarse. Desde la experiencia de muchos docentes e investigadores, surge una tensión ética y política: la necesidad de pensar críticamente un entorno que, paradójicamente, promueve el pensamiento libre como emblema de prestigio, pero sanciona las expresiones que pueden incomodar a la estructura institucional. La censura no siempre se presenta de manera explícita; a menudo opera como prudencia estratégica, asesoría de imagen o política de comunicación. Así, la voz del académico se convierte en un eco cuidadosamente monitoreado, en un ejercicio de autocensura que protege a la institución más que al conocimiento.

La universidad suele proclamarse como el espacio privilegiado del pensamiento libre, de la crítica fundamentada y del disenso razonado. No obstante, en la práctica, los bordes de esa libertad se delimitan por dinámicas de poder internas, lógicas de prestigio y temores institucionales frente a las implicaciones políticas del pensamiento. Michel Foucault advertía que todo discurso está atravesado por relaciones de poder; el conocimiento no es neutro, y su legitimidad se define a menudo por quien posee la autoridad para determinar qué es lo válido dentro de un campo. En la academia contemporánea, esas relaciones se manifiestan de forma sutil: en la aprobación o el rechazo de proyectos, en la selección editorial de revistas institucionales o incluso en la vigilancia sobre lo que un profesor expresa en redes sociales.

El problema ético aparece cuando la universidad, al defender su imagen pública, actúa como entidad reguladora de la crítica que ella misma debería promover. Mientras una publicación indexada que analiza problemas sociales desde una mirada crítica es celebrada por su impacto, esa misma voz puede ser silenciada si se pronuncia en espacios locales o se vincula con debates institucionales. Se instala así una paradoja: el pensamiento libre es aceptado y hasta premiado, siempre que no cuestione directamente las estructuras de poder que lo financian. Este fenómeno, además de incoherente, es éticamente preocupante, pues transforma la función universitaria en una maquinaria de legitimación simbólica más que en un espacio de reflexión emancipadora.

La universidad moderna enfrenta una crisis de sentido al volverse dependiente de lógicas empresariales y métricas de productividad. Desde esa perspectiva, las instituciones educativas sustituyen su compromiso con la transformación social por la búsqueda de rentabilidad y reconocimiento. Lo ético se desplaza hacia lo instrumental: el valor del conocimiento se mide por su capacidad de generar dividendos o mejorar indicadores internacionales, no por su aporte al pensamiento crítico ni a la justicia social. En este escenario, el docente y el investigador encarnan lo que Bourdieu denominó el Homo academicus, moviéndose en un campo de jerarquías y luchas simbólicas donde las tensiones entre prestigio y reconocimiento fomentan una autocensura tácita en nombre de la lealtad institucional.

Howard Becker recordaba que el oficio académico es, ante todo, una práctica artesanal nacida de la curiosidad y de la observación de lo incómodo. Cuando la universidad desactiva esa curiosidad por temor a las repercusiones políticas, priva al académico de su tarea esencial: comprender y cuestionar. En la experiencia cotidiana, la censura rara vez adopta la forma de prohibición explícita. Más bien se expresa en recomendaciones, advertencias o sugerencias sobre lo que “conviene” decir, o sobre las líneas editoriales institucionales, no escritas pero tácitamente conocidas. De este modo, la universidad corre el riesgo de reproducir el mismo dogmatismo que su tradición crítica pretendía superar. Los académicos terminan escribiendo nuevamente desde las catacumbas, bajo seudónimos, como en aquellos tiempos oscuros de autoritarismos que imponían la clandestinidad.

Otro aspecto preocupante es la confusión entre pensamiento crítico y postura ideológica. Toda reflexión académica posee una orientación política, en la medida en que expresa valores, perspectivas y modos de interpretar la realidad. Exigir neutralidad absoluta equivale a negar la naturaleza misma del conocimiento. Lo que debería discutirse no es si un pensamiento es ideológico, sino si está bien argumentado, sustentado y dispuesto al diálogo. Las instituciones, al temer la carga política de ciertas miradas, convierten la neutralidad en un dispositivo de control que empobrece la vida intelectual universitaria.

A ello se suma el impacto emocional y profesional que este clima de control produce en quienes enseñan y escriben desde la crítica. La universidad, vaciada de su dimensión de comunidad reflexiva, se convierte en un espacio competitivo, donde la valoración ética cede ante la táctica de supervivencia. Recuperar la dignidad del pensamiento implica resistir silenciosamente esas dinámicas, defender la palabra como herramienta política y recordar que la función del conocimiento no es adular al poder, sino interpelarlo.

Ante esta realidad, urge repensar la misión política y ética de la academia. La universidad no puede limitarse a reproducir discursos ni a garantizar prestigio institucional. Su sentido más profundo reside en posibilitar la reflexión crítica, incluso cuando esta incomode a sus propias estructuras. Defender la libertad de cátedra no significa fomentar la impunidad del discurso, sino sostener la confianza en la razón, la argumentación y la diversidad de perspectivas como pilares del aprendizaje.

El silencio impuesto, aunque se justifique en la prudencia, erosiona el espíritu del pensamiento académico, generando formas de aislamiento y autoconsciencia permanente que frenan la creatividad docente, el pensamiento colectivo y el diálogo interdisciplinario. Callar por temor o conveniencia transforma el conocimiento en ornamento y a la academia en escenario decorativo. En cambio, abrir el espacio para la disidencia y el debate permite que la educación superior recupere su integridad. Pensar, investigar y enseñar con libertad no es un privilegio del docente, sino una condición esencial para que la universidad sea verdaderamente un espacio de construcción democrática y colectiva del saber.

 

 



[1] Alvaro Arostegui, Académico Investigador