Miradas ético-políticas de la academia y censura institucional
Alvaro Arostegui[1]
En estos tiempos
electorales vuelve a emerger un asunto no menor en las universidades: hasta
dónde pueden expresarse libremente las ideas y miradas desde la academia.
Hablar de la libertad académica en los espacios universitarios parece, a simple
vista, una afirmación obvia. Sin embargo, dentro de las paredes de las propias
instituciones, esta libertad se enfrenta a límites velados que moldean qué
discursos son aceptables y cuáles deben silenciarse. Desde la experiencia de
muchos docentes e investigadores, surge una tensión ética y política: la
necesidad de pensar críticamente un entorno que, paradójicamente, promueve el
pensamiento libre como emblema de prestigio, pero sanciona las expresiones que
pueden incomodar a la estructura institucional. La censura no siempre se
presenta de manera explícita; a menudo opera como prudencia estratégica,
asesoría de imagen o política de comunicación. Así, la voz del académico se
convierte en un eco cuidadosamente monitoreado, en un ejercicio de autocensura
que protege a la institución más que al conocimiento.
La universidad
suele proclamarse como el espacio privilegiado del pensamiento libre, de la
crítica fundamentada y del disenso razonado. No obstante, en la práctica, los
bordes de esa libertad se delimitan por dinámicas de poder internas, lógicas de
prestigio y temores institucionales frente a las implicaciones políticas del
pensamiento. Michel Foucault advertía que todo discurso está atravesado por
relaciones de poder; el conocimiento no es neutro, y su legitimidad se define a
menudo por quien posee la autoridad para determinar qué es lo válido dentro de
un campo. En la academia contemporánea, esas relaciones se manifiestan de forma
sutil: en la aprobación o el rechazo de proyectos, en la selección editorial de
revistas institucionales o incluso en la vigilancia sobre lo que un profesor
expresa en redes sociales.
El problema ético
aparece cuando la universidad, al defender su imagen pública, actúa como
entidad reguladora de la crítica que ella misma debería promover. Mientras una
publicación indexada que analiza problemas sociales desde una mirada crítica es
celebrada por su impacto, esa misma voz puede ser silenciada si se pronuncia en
espacios locales o se vincula con debates institucionales. Se instala así una
paradoja: el pensamiento libre es aceptado y hasta premiado, siempre que no
cuestione directamente las estructuras de poder que lo financian. Este
fenómeno, además de incoherente, es éticamente preocupante, pues transforma la
función universitaria en una maquinaria de legitimación simbólica más que en un
espacio de reflexión emancipadora.
La universidad
moderna enfrenta una crisis de sentido al volverse dependiente de lógicas
empresariales y métricas de productividad. Desde esa perspectiva, las
instituciones educativas sustituyen su compromiso con la transformación social
por la búsqueda de rentabilidad y reconocimiento. Lo ético se desplaza hacia lo
instrumental: el valor del conocimiento se mide por su capacidad de generar
dividendos o mejorar indicadores internacionales, no por su aporte al
pensamiento crítico ni a la justicia social. En este escenario, el docente y el
investigador encarnan lo que Bourdieu denominó el Homo academicus,
moviéndose en un campo de jerarquías y luchas simbólicas donde las tensiones
entre prestigio y reconocimiento fomentan una autocensura tácita en nombre de
la lealtad institucional.
Howard Becker
recordaba que el oficio académico es, ante todo, una práctica artesanal nacida
de la curiosidad y de la observación de lo incómodo. Cuando la universidad
desactiva esa curiosidad por temor a las repercusiones políticas, priva al
académico de su tarea esencial: comprender y cuestionar. En la experiencia
cotidiana, la censura rara vez adopta la forma de prohibición explícita. Más
bien se expresa en recomendaciones, advertencias o sugerencias sobre lo que
“conviene” decir, o sobre las líneas editoriales institucionales, no escritas
pero tácitamente conocidas. De este modo, la universidad corre el riesgo de
reproducir el mismo dogmatismo que su tradición crítica pretendía superar. Los
académicos terminan escribiendo nuevamente desde las catacumbas, bajo
seudónimos, como en aquellos tiempos oscuros de autoritarismos que imponían la
clandestinidad.
Otro aspecto
preocupante es la confusión entre pensamiento crítico y postura ideológica.
Toda reflexión académica posee una orientación política, en la medida en que
expresa valores, perspectivas y modos de interpretar la realidad. Exigir
neutralidad absoluta equivale a negar la naturaleza misma del conocimiento. Lo
que debería discutirse no es si un pensamiento es ideológico, sino si está bien
argumentado, sustentado y dispuesto al diálogo. Las instituciones, al temer la
carga política de ciertas miradas, convierten la neutralidad en un dispositivo
de control que empobrece la vida intelectual universitaria.
A ello se suma el
impacto emocional y profesional que este clima de control produce en quienes
enseñan y escriben desde la crítica. La universidad, vaciada de su dimensión de
comunidad reflexiva, se convierte en un espacio competitivo, donde la valoración
ética cede ante la táctica de supervivencia. Recuperar la dignidad del
pensamiento implica resistir silenciosamente esas dinámicas, defender la
palabra como herramienta política y recordar que la función del conocimiento no
es adular al poder, sino interpelarlo.
Ante esta
realidad, urge repensar la misión política y ética de la academia. La
universidad no puede limitarse a reproducir discursos ni a garantizar prestigio
institucional. Su sentido más profundo reside en posibilitar la reflexión
crítica, incluso cuando esta incomode a sus propias estructuras. Defender la
libertad de cátedra no significa fomentar la impunidad del discurso, sino
sostener la confianza en la razón, la argumentación y la diversidad de
perspectivas como pilares del aprendizaje.
El silencio
impuesto, aunque se justifique en la prudencia, erosiona el espíritu del
pensamiento académico, generando formas de aislamiento y autoconsciencia
permanente que frenan la creatividad docente, el pensamiento colectivo y el
diálogo interdisciplinario. Callar por temor o conveniencia transforma el
conocimiento en ornamento y a la academia en escenario decorativo. En cambio,
abrir el espacio para la disidencia y el debate permite que la educación
superior recupere su integridad. Pensar, investigar y enseñar con libertad no
es un privilegio del docente, sino una condición esencial para que la
universidad sea verdaderamente un espacio de construcción democrática y
colectiva del saber.

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